El servicio en libertad

Mientras escucho el concierto de violoncelo de Edward Elgar, no puedo evitar que aparezca en mi mente la figura de la mayor violoncelista femenina de la historia de la música al nivel de los mayores solistas de nuestro tiempo: Jacqueline du Pré.

Sin duda alguna, la vida nos ha regalado uno de los mayores talentos naturales de la historia que nos ha dejado, entre otras muchas obras, unas interpretaciones difícilmente superables de los conciertos de violoncelo de Haydn, Boccherini, Saint- Saëns, Lalo, Schumann, Dvorak y, sobre todo, el de Elgar, el cual se convirtió en su pieza favorita y característica que llegó a tocar como nadie en todas las grandes salas de música del mundo. Ernest Newman – crítico musical inglés – calificó a este concierto como ‘el tono crepuscular’ de la música de Elgar, y quizá por ello, se adaptaba tan bien a la vida de Jacqueline, que acabó – como todos sabemos – en crepúsculo temprano.
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Me gustaría centrarme un poco y destacar algunos aspectos relevantes de la
vida profesional y personal de la artista, ya que resultan de gran utilidad a la hora de ser conscientes de la actitud que adopta un músico frente a la interpretación de su instrumento para que esta sea saludable y llena de vida.

Jacqueline du Pré manifestó a muy temprana edad – antes de cumplir los cinco años – su vocación por el violoncelo, cuya experiencia cuenta ella misma:

‘Recuerdo que estaba yo en la cocina de casa, mirando una radio vieja en el estante. Me subí a la mesa de planchar, puse la radio y escuché una introducción a los diversos instrumentos de la orquesta. Debió de ser el programa de la BBC ‘La hora de los niños’. No me hizo mucha impresión hasta que llegó el violoncelo, y entonces… me enamoré de él, sin más. Algo me habló a mí desde aquel instrumento, y ha sido mi fiel amigo desde entonces. Fue inmediatamente y le dije a mi madre: ‘Yo quiero hacer ese sonido’.

Desde ese día Jacqueline no se separó del violoncelo, realizó una carrera verdaderamente brillante y espectacular; de hecho, no muchos artistas han gozado de una gloria internacional tan rápida y merecida. Podemos hacernos una ligera idea de este éxito con la lectura de la siguiente crítica musical que el New York Times publicó tras tocar el concierto de Elgar antes mencionado en el Carnegie Hall de New York:

‘Rubia, alta y delgada, la señorita du Pré parecía un cruce entre Alicia en el país de las maravillas y uno de esos ángeles con instrumentos musicales de las Pinturas renacentistas. Y, en verdad, tocó como un ángel, con extraordinario calor y delicadeza. La señorita du Pré y el concierto de Elgar parecían hechos la una para el otro. Su tono era pleno y plateado. Su técnica impecable, tanto al tocar los barridos de acordes que abren el concierto como el lento y arrebatador pianísimo, o las rápidas notas repetidas del scherzo en medida perfecta. Al final del concierto, el público reclamó su salida una y otra vez, y hasta sus compañeros de orquesta la aplaudieron. La violoncelista estuvo maravillosa’.

Sin duda alguna, el violoncelo era para Jacqueline una ayuda y un apoyo – ¡un instrumento! – a través del cual ella se ponía al servicio de la música para expresar con libertad lo que esta quería transmitir por medio de su gran talento natural.
Lamentablemente, esta situación no duró mucho tiempo, porque, cuando hacia los veintisiete años le diagnosticaron esclerosis múltiple y tuvo que dejar de tocar el cello, comenzó su tragedia personal, porque a medida que pasaban los años, lo que había sido para Jacqueline algo bello, útil y digno, se había convertido poco a poco en algo sin lo cual ella no podía vivir, se había convertido en algo que formaba parte de su ser: se había convertido en una esclavitud. El apoyo ya no era apoyo, sino apego; la ayuda se había convertido en complejo, y la libertad en servidumbre.

Se puede observar claramente la crisis de Jacqueline a través de la descripción que Carol Easton realiza en su magnífica biografía – a la que también pertenecen las anteriores referencias –, y en la que destaca la pregunta incesante que acompañó toda su vida a la artista: ‘¿Quién soy yo cuando no toco el violoncelo?’, la cual nunca obtuvo respuesta:

‘Cuando Jacqueline du Pré tocaba el violoncelo, sabía perfectamente quién era ella misma. Desde que tenía cinco años, había encontrado en el violoncelo un amigo, un confidente, un compañero de juegos, un refugio, una fuente inagotable de ternura y un canal a través del cual podía expresar sus sentimientos más profundos. En su música ella lograba perderse y encontrarse al mismo tiempo. Ella le daba firmeza y era su medio de vida, en el sentido más literal de la palabra. Cuando tenía unos diecisiete años ella comenzó a cuestionarse: ‘¿Quién soy yo cuando no toco el violoncelo?’. Encerró el instrumento una temporada y luchó a brazo partido con la pregunta. Después aparcó la pregunta, sin resolverla, y siguió adelante con su carrera de estrella. Diez años más tarde, cuando sus dedos comenzaron a perder su sensibilidad, los médicos, que no encontraban ninguna lesión orgánica, la enviaron al psicoanalista. Dos años más tarde, cuando quedó evidenciado que el problema era en verdad orgánico – la endiablada, impredecible e incurable esclerosis múltiple –, continuó con el psicoanálisis, y la pregunta ‘¿Quién soy yo?’ se hizo crucial. Pero, aunque el psicoanálisis continuó hasta su muerte, bien que en los últimos años fue de mero trámite, Jacqueline nunca resolvió el enigma de su propia identidad aparte del instrumento que la definía. Fue como si el doble impacto de la enfermedad y de la pérdida del violoncelo hubiera cegado algún conducto esencial y bloqueado toda respuesta’.

En un artículo anterior que escribí – ‘El camino hacia la interpretación musical’ – reflexionaba acerca de una serie de ideas que Monique Deschaussées expone en su libro ‘El intérprete y la música’ y que hacen referencia al papel del intérprete. Pues bien, una de estas ideas es la del servicio, el servicio que un intérprete hace a la partitura y al público por medio de su estudio y su interpretación. La clave de este servicio es realizarlo con libertad – es decir, sin apoderarse o identificarse con lo que se está haciendo – y no en servidumbre o esclavitud – como terminó por pasarle a Jacqueline du Pré – para que el intérprete pueda disfrutar – y no depender – de ello, para que, en definitiva, el instrumento no se adueñe de la vida, sino la vida del violoncelo. Que la música sirva para realzar la vida y no para encadenarla.

¿Cómo es posible que con el paso del tiempo la música y mi práctica instrumental no se apoderen de mi ser? Quizá encontremos la respuesta en posteriores artículos. Parece ser que… la condición para llenarse es vaciarse.

Y ahora yo me hago esta pregunta que tampoco puede tener respuesta palpable en la realidad – al igual que la que se hizo Jacqueline durante toda su vida –: ¿Qué hubiera sido su música si Jacqueline du Pré hubiera sabido quién era ella cuando no tocaba el violoncelo?

Para completar las preguntas sin respuesta de este artículo hago referencia a ese comienzo del ‘Adagio’ del concierto de Elgar, el cual comienza con tres frases con carácter interrogativo que no tienen respuesta, acabando cada una con una nota que se queda como sola en el mundo, y termina apagándose humildemente sin presentar gritos ni batallas, como la vida de Jacqueline.

María Gertrudis Vicente Marín.
Pianista acompañante del Conservatorio Superior de Música de Murcia.

Artículo publicado en la Revista online «La Tecla» y cedido por su autora, María Gertrudis Vicente Marín bajo su autorización.

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