Por Eduardo Pérez Carpena.
Era un 26 de diciembre. Dos días después de Nochebuena. Dos días después de todas esas comidas copiosas plagadas de aceites horneados y turrones dulzones guardados en despensas comprados a prisas el día de antes, normalmente.
Ahí es dónde me encontraba retrospectivo ante todos los acontecimientos. ¿A nadie le apetecería querer volver atrás en el tiempo y revertir el transcurso de las cosas acaecidas en acontecimientos universales? ¿Vivir la mejor de las Navidades posibles? ¿Recoger a ese amigo que se quedó tirado en la carretera el día de nochebuena? ¿Atreverse a bailar en mitad de la orquesta municipal del pueblo con la chica que te gusta?
Por eso mi abuelo siempre me decía que debo de vivir cada cosa que hago en su máximo esplendor. Para no tener que pensar en repetirlo.
Sin embargo, lo que me llamaba la atención de esos días no era nada de esto en su máxima medida, era más bien la sumatoria de los extraños acontecimientos que viví el 26 y que lo hicieron excepcional.
Nunca he sido muy bueno tocando ningún instrumento. Aunque la música me encanta. Ya me gustaría saber tocar una guitarra. Iba caminando cuando escuché una sinuosa melodía que provenía del interior del edificio abandonado más embaucador de la ciudad. “La persona que tocaba aquella hermosa melodía debería de ser igual”, pensé.
Vi que la puerta estaba medio abierta y entré en lo hondo de la oscuridad seguido por la luz de la canción. Al final, llegué a la planta más alta subiendo las escaleras. Y allí, en la sala mejor conservada salvo por un par de papeles de pared desgarrados: había una chica, la chica más bonita que había visto en mi vida.
-¿La música te trajo hasta mí, eh?-me preguntó con algo de picardía que pareció brotar en la noche del caserón.
-¿Qué hace un piano de cola aquí?, ¿y tú cómo has entrado aquí?-mi curiosidad iba más allá de todo eso, claro.
-Óscar, hay misterios que no puedo explicarte. Sin embargo hay algunos que son mucho más profundos, los conozco, y me costaría la vida darles sentido.
Me quedé callado, pensando en la chica tan fantástica que tenía ante mí, pero a la vez ajeno de tan extraña situación. No llegué a preguntarme por qué sabía mi nombre
La chica señaló al fondo de la pared. Era una puerta que flotaba levemente sobre el suelo hidráulico de la habitación. Me acerqué y no saqué palabras de asombro. Cuando me di la vuelta la chica estaba a tres centímetros de mí, con una mirada que olía a miel cargada de grumos celestes.
De un empujón me hizo atravesar la puerta y cuando quise darme cuenta estaba en mitad del ajetreo de Nochebuena en plena tarde noche del desfile de muchedumbre a pocos minutos de la hora de la cena. Algunos miembros de la banda de la escuela de música tocaban con el gentío formando una felicidad increíble.
-Ahora puedes hacer todo lo que no hiciste, de todo de lo que te arrepientes.
Sin darme cuenta la chica estaba a mi lado. Y sin saber explicarlo estábamos de nuevo en la Nochebuena.
-¿Quién eres?-le pregunté.
-¿Prefieres irte a disfrutar de la nochebuena o hacerme más preguntas? Tú sabrás eh…
Me indicó que fuera a divertirme. Y sin pensarlo estaba bailando y festejando con todo el mundo que encontraba en aquella inundada plaza.
Aquella nochebuena la repetí dos veces, la primera me quedé con ganas de otra y la segunda me llenó muchísimo. Desde entonces todas mis nochebuenas fueron por dos.
A la chica la perdí aquella noche entre todo el gentío. Hubo un momento que la vi mirándome mientras sonreía y en el segundo siguiente se había ido.
Volví a la casa abandonada y la puerta no estaba, tampoco ella. Solo quedaba el piano de cola que al intentar usarlo estaba desafinado. Prometí aprender a tocarlo y Navidad tras Navidad iba a aquel sitio para, con la falsa esperanza, volver a jugar con él.
Nunca llegó a sonar del todo bien, pero a mí me hacía feliz. Recordando noche tras noche, nochebuena tras nochebuena, que podría ser la última: y yo quería ser feliz.