Andrés Soriano es un tipo afable. Buena gente. De esos con los que apetece hablar, departir y tomar una cerveza. Ha sido mecánico y músico. La primera, profesión. La segunda, asegura, afición. “Yo no soy músico. Yo soy aficionado”, reitera varias veces durante la entrevista. Pero ya quisieran tener muchos músicos ‘de los de verdad’, de los que Andrés tiene en mente cuando afirma que él no lo es, la mitad de su tesón, de su entrega y de su compañerismo.
Quedamos a echar una cerveza y picotear algo en el Bar Tenis. No sé muy bien qué le voy a preguntar, pero creo que no hace falta. Andrés también gusta de hablar, de comunicarse. Y la conversación fluye sin problemas. “Empecé justo antes de que se fundara la banda”, rememora.
Por aquel entonces, Andrés tenía unos 30 años. Hoy, ya tiene 74. Ni él eligió la tuba ni la tuba lo eligió a él. Simplemente, se la dieron. “El pito más grande, para el más tonto”, asegura que le decían algunos ‘graciosos’. “Por suerte, todo eso ha cambiado, y hoy se respeta muchísimo a la banda y a los músicos”, añade. Pero vayamos al principio.
“Yo le trabajaba a Luis Chirlaque (primer presidente). También conocía a Pepe Cano y a Ángel Hernández, pero con quien más amistad tenía era con Luis. Un día fue al taller y me pidió que fuera a una reunión porque se estaba fraguando crear una banda”. Andrés no tenía ni idea de música. Y con 30 años, casado, con hijos, se le hacía complicado ponerse a estudiar música.
“Pero como todas las cosas importantes de la vida, la banda y mi afición por la música nacieron como algo que no se espera”, matiza. Andrés fue a la reunión –no recuerda si en La Zaranda- y allí estuvieron hablando sobre lo que podría ser y lo que no. “Hicimos un esbozo, casi sin querer, y se lo presentamos a Pepe el maestro, que no dudó en ponerse al frente”. Y así, sin apenas esperarlo, empezó a funcionar la banda que hoy conocemos.
“Yo no sabía nada de música. El maestro Pepe y yo pasábamos muchas horas echándole mano al solfeo y a la tuba. Aprendí a sacar sonido a la tuba antes que a solfear. La banda se iba a formar, y hacía falta una tuba, no quedaba otra”, añade.
Por aquel entonces, la banda no tenía más que 10 o 15 músicos. Algunos de ellos ya habían formado parte de la extinta banda municipal, como el Ñoño, Ángel Hernández (padre), Pedro Hernández (Perete) o Pepe Cano. “La primera vez que salí con la banda a la calle fue en una procesión de Semana Santa. A mi lado se puso uno que tocaba el barítono y, aunque duró poco, a mí me ayudó mucho a acertar algunas notas”. Pero aquel día fue difícil para Andrés: “Llevar el paso y tocar a la vez no era lo mío. Y eso que me sabía todas las partituras casi de memoria. De vez en cuando, el maestro Pepe se giraba y se me acercaba. Y, entonces, todavía peor”.
Pero aguantó. Y tanto que aguantó. Desde entonces han pasado más de 40 años. Cuatro décadas en las que Andrés, siempre con su tuba a cuestas, no ha dejado de hacer música. Algo que ha podido mantener gracias, especialmente, a Águeda, su mujer. “Si yo soy músico es gracias a ella. Porque me dejó serlo”, explica. En aquel entonces, sus hijos eran pequeños y Andrés, entre el taller, las clases con el maestro y la banda, apenas tenía tiempo para más. “Dos días a la semana daba tres horas de clase con el maestro. Sufríamos mucho, pero poco a poco fui mejorando”, recuerda. “Una pena que el maestro se nos fuera tan pronto”, concluye.
En aquel entonces, el pueblo de Yecla tenía poco aprecio a la música. De hecho, cuando la gente veía a la banda de lejos, se iba, pues eso significaba que la procesión o el desfile habían terminado. Aun así, Andrés no recuerda aquellos años con mal sabor de boca. Todo lo contrario. “Fue una época bastante dura, con ratos buenos y ratos menos buenos, con vivencias malas, pero con otras maravillosas”.
También nos cuenta la gran amistad y el buen recuerdo que le dejó Pedro Galiano, tuba como él y gran amigo “Pedro, era de Ontur, donde ya era músico, cuando se vino a vivir a Yecla, lo enrolé en nuestra Banda, donde estuvo tocando hasta el día de su fallecimiento y al que siempre recordaré como un gran músico y sobre todo una gran persona”.
La Banda hoy
Tras estas cuatro décadas de música (y de músico), Soriano saca una interesante conclusión: “Yo aconsejo esta experiencia a todo el mundo, porque ayuda a hacerse a uno mismo. La música amansa a las fieras, te enaltece, te eleva y te da más personalidad. Además de que lo pasas muy bien”.
Pero hay algo que duele mucho a Andrés y es no poder salir por la calle con la banda. “La última vez que salí desfilando, me pasé tres meses que andaba unos metros y tenía que sentarme. A base de corrientes y masajes me recuperé, pero el médico me dijo que no saliera más si no quería quedarme en silla de ruedas”, recuerda. De eso han pasado cuatro años. Y Soriano lo lleva tan mal como el primer día. Tanto que al explicarlo, se emociona: “Cuando pasa la banda por la calle, me acerco, la siento… Me duele mucho no poder estar”.
Tras este emotivo momento, la charla discurre por diferentes anécdotas de aquellos primeros años. Aunque intento traer poco a poco a Andrés al presente, a lo que es hoy la banda, mi querido tubista siempre vuelve hacia atrás.
“Lo de Italia fue una pasada, sí, pero me acuerdo de cuando nos íbamos al Barco de Ávila… qué buena gente la que había allí”. “Hemos ido a Ojós a tocar. Lo pasábamos bomba. Tengo otro grato recuerdo de Monteagudo. Un día nos llamaron y fuimos a tocar, pero al llegar allí, nadie del Ayuntamiento sabía nada. Así que nos pusimos a la sombra de un árbol, al lado de la carretera, y empezamos a tocar. No había ni 15 personas en el público, así que al final acabamos tocando de todo, sobre todo para hacer más ruido que las chicharras, que sonaban más fuerte que nosotros”. “¿Y te acuerdas del viaje a Fortuna?”, le pregunta a Ernesto Cano, que también nos acompaña en la charla. “El chófer del autobús nos metió por un camino de tierra porque, supuestamente, llegábamos antes. No había forma de pasar ni de hacer marcha atrás. Al final, tuvo que meter el autobús en una era y volver por donde habíamos venido. Perdimos cuatro horas en medio del campo”.
Ensimismado en sus memorias, en sus anécdotas y recuerdos, me veo en la obligación de hacerle una pregunta crucial: Entonces, Andrés, ¿qué prefieres, la banda de antes o la de ahora? Hay un silencio. Reflexiona. “Me quedo con las dos”. Pero vuelve de nuevo a los principios: “Aquellos años fueron muy difíciles. Hemos ensayado en cocheras, con eco, con pilares que tapaban al director…”. Si hacía frío, te congelabas. Si hacía calor, te ahogabas.
Además, atraer a los jóvenes a la banda costaba mucho. Por suerte, Andrés siempre ha sabido llevarse bien con las nuevas generaciones. Siempre ha tenido tiempo para dar un consejo, chocarte la mano o darte un fuerte abrazo. “Es que esto es una gran familia, y muy bien avenida, además”, bromea. “Me gusta apoyar a los zagales más jóvenes, darles ánimo, explicarles que ha costado mucho conseguir lo que hay ahora. Algunos, ni se lo creen. Por eso, me quedo con el antes y con el ahora”, recalca.
Y llegó Ángel
El director se sentó a la mesa para tomarse una caña, así que Andrés aprovechó. “Hemos tenido varios directores y todos han triunfado en su trabajo, pero se nos fueron pronto. A Córdoba, a Málaga, a Barcelona, a Murcia… Entonces, llegó el día en que había que sacar a un nuevo maestro entre dos candidatos. Uno era Pepe, mi sobrino; y el otro, Ángel”.
Y hubo que votar. En la banda había unos 40 músicos. Era el año 1996. “Y votamos a este”, añade Andrés, señalando a Ángel. “Yo creo que le pegamos el susto padre, pues tenía 20 o 21 años. Pero mira, conseguimos que se dejara el tabaco y que se pusiera las pilas. A día de hoy, nadie puede poner en duda que fue una muy buena elección. Hemos acertado. Nos ha llevado a muchos éxitos, hemos ganado muchos primeros premios y aunque hemos tenido alguna que otra decepción, casi siempre ha sido más por culpa de los músicos que de él”.
Ángel niega la mayor, pero Andrés da su versión. “Ahora somos campeones del mundo. No podemos bajar la guardia. Ojo, esto no ha hecho más que empezar. Hay que superarse día tras día y tirar siempre para arriba”. Entonces, saca a relucir el certamen de Murcia del año 2001. “Los mayores estábamos curtidos, pero los jóvenes no tanto. No sacamos ni mención. Muchos os pusisteis a llorar”, rememora. “No lloréis, porque esto, nos lo hemos ganado nosotros”, recuerda que nos dijo. “’No hemos trabajado lo suficiente, y lo que no se trabaja, no sale. Los premios no se regalan, aunque algún jurado pueda darte un leñazo inmerecido’. Muchos dejaron de llorar y comprendieron que lo que les decía era verdad”. Porque, matiza, “si quieres tener algo, hay que ganárselo a pulso. Y eso Ángel lo sabe hacer muy bien. Nos rabia muchas veces y nos dice ‘eso no lo toques, porque no te sale’. Y es lógico. Sobre todo, con los viejos, que vamos de relleno, a dar ánimos y a dar de nosotros lo mejor que podemos. Aunque si no llega a ser por mí, no somos campeones del mundo”, ríe.
Pero esos ‘viejos’ tocan muy bien. O al menos, mejor ahora que hace 20 años. “Eso es verdad. Cuando la banda empezó a subir el nivel, tuvimos que volver a estudiar y ponernos las pilas, porque los jóvenes venían pisando fuerte No podíamos quedarnos atrás. Y es que la música es una asignatura que nunca se acaba de aprender. Hay que esforzarse, siempre, como bien le digo a mi compañero Jason. No puedes venirte abajo”.
Vuelve entonces al director. “Ángel cree en los músicos que tiene para ir para arriba. Lo mejor que tiene es su mano izquierda. Sabe qué puede exigir a cada músico y se lo exige. Fíjate si se tomó en serio su trabajo, que tuvimos que regalarle un reloj de bolsillo para que no se pasara de hora, porque siempre salíamos al menos media hora tarde. Pero me gusta que se ponga metas, porque después nos compromete a todos para conseguirlas”.
El futuro
Andrés asegura que tocará mientras pueda hacerlo. Y que seguirá en la banda en activo hasta que sus fuerzas se lo permitan. “Siempre he estado en activo en estos 40 años”, se enorgullece. “Ahora la banda está muy arriba, pero de nosotros dependerá que siga ahí. Hace falta mucho trabajo y dedicación y eso es lo que transmito a las generaciones más jóvenes. Ahora no podemos dejarla caer”. De pronto, se acuerda de su amigo Ñoño. “Desgraciadamente, uno de los que más motivaba y se relacionaba con los jóvenes ya no está. Ya no lo tenemos. Cuando miro su silla y no lo veo… Lo echo mucho de menos”.
Creemos que es el momento de pedir otra cerveza, brindar por el Ñoño, por los tiempos pasados y por los que vendrán. Pero antes de cerrar, Andrés quiere dar un último apunte a esta entretenida conversación. “Me siento orgulloso de haber contribuido a lo que hoy tenemos. El esfuerzo ha sido enorme. Pero ahora me recompensa ver a mis nietos en la escuela de música”.
Y reitera, una vez más, la necesidad de que los jóvenes sepan bien todo lo que ha costado estar donde hoy estamos. “A estas nuevas generaciones se lo hemos dado casi todo hecho. Por eso, tenemos que contarles lo duro que fueron los principios. Ahora tenemos un local que es una maravilla, pueden estudiar el instrumento que quieran… pero no siempre fue así. En aquellas primeras reuniones, donde se fraguó todo, tuvimos que poner buena voluntad, trabajo y dinero, pues algunos músicos como Pepe Cano o el Elías Rodríguez, ‘el Camarero’ avalaron la compra de instrumentos”. Porque, en esa época, todos aportaban todo lo que podían. De hecho, el propio Andrés consiguió que Paco de Granfort comprara la bandera de la banda…
La charla discurrió durante unos minutos más. Bastantes. Águeda esperaba a Andrés en casa, pero la mesa se fue llenando de gente. Tuvimos que pedir más cerveza. Y champiñones. Y sepia. Y los recuerdos volvieron a brotar. Y las anécdotas. Y las emociones… No nos quedó más remedio que apagar la grabadora.
David Val Palao.