Madrid. Entrada del auditorio 400 del museo Reina Sofía. A escasos cinco metros de donde me encuentro, Lachenmann. Helmut Lachenmann. El gran maestro charla afablemente con un grupo de personas asediado por una marabunta de admiradores deseosos de hacerse notar. Los más afortunados reciben un escueto hallo acompañado de una ligera, aunque cortés, inclinación de cabeza. Mientras veo cómo se iluminan sus rostros, no puedo evitar preguntarme a qué se deberá su devoción: ¿verán en él a un compositor avanzado a nuestra época como algunos dicen? o ¿quizá el simple hecho de saludar a alguien que ya está en los libros de historia sea suficiente premio? Tras algunos minutos, tomo asiento en mi butaca sin haber encontrado una respuesta y me acomodo para escuchar, lo que serán, dos horas de música de vanguardia (signifique eso lo que signifique).
El concierto comienza con Das Rohe und das Geformte III, escrita por Isabel Mundry. Apenas seis horas antes me encontraba en una clase maestra suya en la que la compositora nos comentaba algunos de los aspectos que había tenido en cuenta para escribir una de sus obras:
—Me gusta pensar que soy como un cineasta que enfoca con su cámara donde más le interesa —nos decía—, tras afirmar que suele afrontar la obra desde dentro, pero no necesariamente desde el punto de vista formal.
Ya que esto no me aclaraba mucho, me digo esperanzado que quizá escuchar su obra con una actitud analítica aporte algo de luz a su misteriosa frase. Mi decepción tarda un cuarto de hora en llegar. No he sacado nada en claro, aunque siendo honesto debo reconocer que ella misma había explicado que no siempre sigue el mismo sistema ni el mismo proceso compositivo. Lástima que durante la conferencia no desvelara a qué sistemas y procesos se refería.
La siguiente obra es Mouvement (-vor der Erstarrung). Incluso sin mirar el programa no hay lugar a dudas, es del maestro. El discurso en Lachenmann es mucho más coherente, más equilibrado. A pesar de utilizar recursos similares a los de Isabel Mundry tales como un gran uso de la percusión, la realización de técnicas no convencionales en instrumentos tradicionales, objetos cotidianos usados para obtener nuevos timbres y susurros, gritos y chasquidos emitidos por los intérpretes… ambas piezas no son comparables. En la obra de Lachenmann hay una frescura, una naturalidad y un «no sé qué» —como diría Benito Feijoo— que hace que te la creas.
Intermedio. Los primeros en huir son unos chicos que tengo justo detrás. Me gustaría pensar que solo van a estirar las piernas aunque lo cierto es que, como tantos otros, ya no volverán. Dos filas más adelante Helmut Lachenmann saluda encantado a todo el que se le acerca con la tranquilidad del que ya no tiene nada que demostrar. Mis pensamientos se ven interrumpidos por un hombre de mediana edad, con pintas de ser el programador, que corre como enloquecido entre la gente y le grita casi fuera de sí a mi vecino de butaca:
—¡Un genio! ¡Un genio!
Por desgracia para él, su interlocutor no da muestras de compartir la misma opinión pero «nuestro amigo» no pierde la fe y vuelve a la carga:
—Es como tener aquí a Beethoven. ¡Es nuestro Beethoven!
—En todas partes hay groupies. —pienso con algo de sorna.
El concierto termina sin mayores sorpresas. Como ocurriera en la primera parte, en esta segunda, la comparativa entre la obra de «nuestro Beethoven» y la del otro compositor (Ramón Lazkano, en este caso) arroja un resultado similar.
No espero a ver cómo saludan los músicos y me levanto del asiento. Conforme bajo por las escaleras, teorizo sobre lo que he escuchado. Quizá los nuevos compositores naden en aguas poco exploradas. ¿Podría ser que no exista ni un lenguaje ni un sistema compositivo definido y por eso no hablen de ello ni en sus propias clases? ¿Y si estuviéramos buscando procesos estructurados pero solo exista la expresión intuitiva de un compositor concreto? La idea de que Lachenmann sea un genio toma fuerza en mi cabeza. Él puede permitirse escribir como quiera; los demás sólo pueden aspirar a intentar imitar algo que no entienden porque nunca será un sistema.
Mientras alcanzo la puerta de salida todavía pueden oírse los aplausos del público.
Aún no lo sé, pero al día siguiente estaré tomando un café junto al Teatro Real con Emilio Molina —docente convencido, compositor, improvisador nato, editor, MÚSICO…—. Durante la charla se confirmarán mis sospechas:
—Los «compositores de vanguardia» parecen protagonizar una huida hacia adelante en la que sólo tiene cabida la innovación, y cuanto más estrafalaria mejor. Por suerte hay corrientes que todavía se preocupan por la música de verdad — me dirá Emilio—, sin ocultar su desacuerdo frente a ciertas propuestas artísticas. —Aun así, los jóvenes tenéis la obligación de adentraros por esos caminos.
Tendré algo más de media hora a pie hasta el Instituto Goethe, ubicado junto a la imponente embajada alemana, para pensar acerca de esas últimas palabras de Emilio y en la paradoja que suponen. Una vez allí, un grupo reducido de personas charlaremos con Helmut Lachenmann sobre el panorama actual de la música y sobre su posible futuro:
—Veo la creación musical muy estancada —nos dirá un Lachenmann que, casualmente, cumple 80 años ese día—. Creo que los nuevos compositores no deben tener miedo de ser ellos mismos. A mí me encanta que haya gente que se marche de mis conciertos dando un portazo. Eso significa que me entienden, pero me rechazan porque sacudo los pilares más sólidos de su sistema—.Esto es lo más concreto que dirá el compositor alemán(o, por lo menos, lo más concreto que traducirá la intérprete).
El resto, un relato poco hilado sobre sus experiencias personales con otros grandes compositores y una frase de despedida:
—El arte es provocación.
Más preguntas que respuestas. Y mientras camine de vuelta hacia Atocha, tendré nuevos elementos que reforzarán unos pensamientos todavía embrionarios, pero que incluso ahora, en la entrada del auditorio 400 del museo Reina Sofía, recién salido de un concierto de uno de los grandes genios del siglo XX, valoro con cierta convicción:
—Puede que la vieja Europa esté cansada.
¿Vanguardia o arte en general? ¿Necesidad de progreso o simple expresión sin obligaciones? ¿Futuro o presente continuo?
Hagan sus apuestas.
Diego Corraliza.