Al hilo de dos obras recientes que he publicado pongo en contraste un primer modelo (“el gran bostezo”) con otro segundo modelo (“lo que no sería un gran bostezo”)[1]. En el primer modelo los personajes son los personajes de hoy, es decir, la sociedad, la sociedad que manda y ostenta el poder del momento. Ante esto, un posible enfoque es describir los nuevos diálogos o conversaciones, nuestros temas y preocupaciones, lejos de una literatura que busque temas de mayor interés de forma selectiva pero sin ajustarse a lo que realmente tenemos a la vista ante nosotros. Pero “en el gran bostezo” es inevitable que también aparezcan lo que serían posibles alternativas al gran bostezo, un hipotético mundo intelectual más elevado.
Una cuestión que se plantea por ello es dónde situar el poder, si en el colectivo social (conforme al gran bostezo y la soberanía popular), o en un grupo (históricamente de forma destacada la aristocracia o la iglesia, hoy podría ser la alternativa –más teórica que real- en intelectuales). Respectivamente, pues, el “bostezo” o el “no bostezo”, por lo que también veremos y concluiremos.
Lo más importante en todo este debate es observar, entonces, los valores positivos que caracterizan el “gran bostezo”, porque lo contrario sería ciego e ignorante: el progreso, el bienestar, los avances científicos, los servicios sociales (así, la sanidad subvencionada y al alcance de todos, un transporte asequible a cualquiera incluyendo la democratización de los viajes, las vacaciones, etc.). Todo es mejor, incomparablemente mejor a cualquier alternativa, a cualquier alternativa a la soberanía popular, al «no bostezo». Todo. Salvo en una única cosa… «la cultura».
La paradoja del asunto (antes de seguir avanzando) es que en el gran bostezo la cultura es, sin embargo, algo no solo especialmente apreciado, sino que, en una identificación entre democracia y cultura, se piensa incluso (por cualquiera) que es ahora cuando puede ésta darse, por contraposición a otros modelos de Estado que son incompatibles con ella, o menos compatibles, es decir, modelos en los que desde el poder se dirige la cultura o incluso se ataca a los artistas. Todos conocemos algunas de las posibles referencias. Sin libertad de artista no hay arte, no puede darse, el Estado se convierte en un posible elemento de riesgo, y por eso, en términos jurídicos o constitucionales afianza la «neutralidad del Estado»; son precisas ciertas libertades para que pueda haber arte o cultura.
La cultura es un reflejo de la sociedad y del poder. En sus posibles distintos niveles, existe un nivel cultural popular que refleja o representa obviamente los valores del pueblo, o existe desde siempre una cultura que trasciende y que está en contacto -o al menos lo busca o intenta- con una realidad superior, que a veces se ha identificado con Dios, otras veces con alguna musa, o con alguna forma de misticismo, o con mundos simplemente intelectuales trascendentes.
Cuando mandaba la aristocracia o la iglesia, pese a que también había cultura popular, esta no trascendía, es decir, no conseguía ser el Zeitgeist del momento. Y esta es la razón por la cual hoy nadie la conoce, al no haber trascendido. En cambio, esas otras formas cultas o elevadas fueron en efecto en su día característica o quid de su época. Lo que no impide para que lo culto se nutra de la inspiración popular, que es otro tema. Por contrapartida, hoy día sería muy injusto que pasara a la historia alguno de los compositores que hacen música clásica, ya que, con toda justicia, lo merecen más los músicos de pop, representantes de los valores populares, fenómeno acorde a la realidad de nuestro presente, guste o no.
Otro matiz necesario se refiere a que, tal cultura propiamente tal, se dio no solo cuando el poder no lo ostentaba el pueblo, sino también en el proceso de democratización de la sociedad. En la lucha por la popularización de la cultura es significativo cómo se ha podido dar la mejor cultura, a partir del siglo XIX. Sus autores eran gentes que nos trajeron el gran bostezo; mientras nos traían los nuevos valores, se daba también alta cultura. Es solo cuando finalmente se materializó el mensaje que estaba en el fondo de la mejor cultura, cuando esta curiosamente sucumbió, una vez se consolidó la voluntad popular reflejándose en las manifestaciones posibles de cultura de su tiempo. Aquella, en efecto, se dio mientras pugnaba con lo aristócrata y elevado, divino y selecto. Una vez que la democratización se consumó y que los valores mismos de tales precursores se consiguieron, es cuando surgieron las formas dominantes de cultura popular como ratio de nuestra época. Es este un curioso proceso hasta que se pronunció finalmente la frase mágica de –la cultura ha muerto-.
Algo puede aparentemente estar, pero momificado o sin carácter vital, sin ser característica de su tiempo. Esto ocurre con las formas culturales herederas del pasado. Pasan entonces a ser expresión de algo diferente, un sucedáneo de otra realidad. Pueden existir salas de concierto, podemos subvencionar formas de expresión, pero eso no significa que sean un elemento dominante, o parte del Zeitgeist.
En efecto, hoy día ocurre lo mismo que ha ocurrido siempre, pero en sentido opuesto. Si históricamente existía cultura propiamente tal, y existía también cultura popular, hoy día ambas formas también se manifiestan, pero la segunda es real y la otra solo aparentemente lo es. El espíritu del tiempo, lo que es nota, o existe propiamente, es lo popular, reflejo de quien ha pasado a ostentar el poder y tomado el mando con su poder de decisión. Lo otro, propiamente culto, queda desplazado. Es apariencia, es lo que esto otro quiere que aquello sea. Está por estar. En cambio, la cultura en sentido propio se da cuando desplaza lo popular, cuando marca el diseño social, cuando no se ciñe a lo individual, por impregnar el colectivo, lo social, el tiempo, cuando el rey impregna la sociedad con sus modos de cultura, que trascienden; hoy día hasta el Monarca ha de seguir las tendencias populares para conectar, como debe, con el pueblo. Todo esto no es negativo, es pura descripción. La cultura funciona cuando existe un elemento obligacional inherente al poder. La cultura se da cuando es capaz de dominar al elemento popular y eso pasa por una minoría que ostenta el poder social porque s difícil que pueda darse una manifestación de cultura elevada si ésta pasa a depender de un colectivo que por definición no tiene esa pretensión. Tendrá, no obstante, otros valores (el entretenimiento etc.)
Llegados a este punto surge entonces la gran pregunta ¿qué prefieren ustedes? ¿El “gran bostezo”, o alguna de las posibles alternativas a bostezar? Yo personalmente lo tengo muy claro, no sé ustedes. El gran bostezo es, se mire por donde se mire, incomparablemente mejor, hasta el punto de que este debate, a poco que se profundice, es incluso puramente estéril. Todo en aquél es mejor, todo es infinitamente mejor (sanidad, transporte, bienestar…), todo es mejor, salvo simplemente una cosa, que además es algo prescindible: la cultura. Es aquel “mejor” porque mandamos y tenemos cubiertas las necesidades vitales del colectivo. ¿O es que prefieren ustedes un mundo de aristócratas atontados mandándonos? ¿Un mundo que no nos deja ser lo que queremos ser? En definitiva, a nadie se prohíbe, en el mundo de la libertad, que consuma cultura elevada de otro tiempo, dejando a otros que disfruten de otras alternativas. Eso se dice, de forma tan arraigada, eso, precisamente, que anula la cultura, pero que es absolutamente necesario para el nuevo diseño social. ¡Dichosa diva, la cultura, que prefiere esas otras alternativas, pese a que el bostezo sea mejor! Si quisiéramos cultura real, el poder tendría que residir en un grupo, una élite, una minoría. Pero entonces ¿por qué esos sujetos han de tener el poder y no otros? Es curioso que, solo por el hecho de haber un grupo (aunque sea completamente injusto determinar quiénes lo forman parte) la cultura funciona mejor, es más solo así funciona, porque no puede competir y solo es tal cuando se manifiesta de tal forma.
Además, la alternativa al bostezo es el riesgo. Toda alternativa al bostezo acaba mal y, como decimos, presenta riesgos excesivos e inaceptables. Este es el fondo de mi libro «El gran bostezo». Si bien lo único que satisface, lo único que merece la pena, lo único que nos salva, es la cultura, esa gran cultura, esta alternativa es imposible. Lo único satisfactorio, la única solución al problema (es decir, la cultura impregnando el diseño social), eso que es la única alternativa al gran bostezo, es altamente indeseable. La solución no es solución, más bien el problema no tiene solución. Y entonces surge una sensación de desasosiego, porque no hay solución a lo que es en verdad el problema humano. Surge seguidamente una sonrisa ante un mundo en ruinas. Queda como única salida la búsqueda poética de una nueva sensación, trascendente pero en un plano individual. Se necesita llegar a estas conclusiones para ver entonces (levantado el velo de esta descarnada verdad) un sentido, en esas nuevas pequeñas cosas o sensaciones que van surgiendo en este proceso, creando un pequeño mundo, pero de tan escasa dimensión que tampoco puede ser nunca una solución efectiva al problema. Solo lo sería una alternativa al gran bostezo con alcance social, pero eso es absolutamente imposible y sobre todo indeseable. La solución sería nada menos que otorgar poder al arte, impregnar con sus principios el diseño social, lejos precisamente de esa idea de “neutralidad” del Estado. Lo contrario es el espejismo de la cultura. Pero obviamente todo esto es un retroceso, además de algo contrario a los principios más esenciales de nuestros regímenes más avanzados, con todo lo que ello representa, que no es baladí. Conllevaría la solución desplazar -a un lugar inferior- el mundo popular.
¡Semejante barbaridad, cualquier alternativa! Digámoslo una vez más, interrumpiendo este discurso, y oponiéndonos firmemente al deseo de cultura real. No, que no venga por eso nadie a contarnos que la alternativa al bostezo es posible, porque la historia está cargada de ejemplos que nos ponen de manifiesto que cualquier alternativa al bostezo es siempre peor, esa típica confusión que nos pide aquella, como solución posible, entre realidad e irrealidad, impregnando la sociedad de reglas no jurídicas e insanas, eso, todo eso, es populismo o es totalitarismo, ansia de la totalidad que satisface, concepto este esencialmente artístico que nos informa rápidamente de las limitaciones del asunto. Por eso a veces se da uno cuenta de que es mejor bostezar, es mejor así, créanme, un lánguido y tenue y continuado bostezar. El resto… bellos sueños aparentes, que acaban siempre mal en la desgracia. El riesgo además de que, al margen de la libertad, el poder no sea cultural o ilustrado finalmente, sino caprichoso y demagógico.
Eso sí, permítanme que pueda dedicarme a describir el gran bostezo (eso en lo que yo firmemente creo) al menos de forma aproximada a como es. Cómo son sus gentes, cómo es el nuevo poder, cómo son sus manifestaciones a la luz de sus propios valores. Dejemos de echar la culpa a otros que ya no están y de enarbolar banderas en contra del pasado. Y de observar cómo era el mundo cuando otros tenían el mando y diseñaban la sociedad. Veamos mejor el mundo como es, ahora que el poder es nuestro. Veamos cómo somos, oigamos qué decimos, porque ahora -que tenemos el poder- somos nosotros el centro de atención. Eso ha de ser, asimismo, la cultura, todo lo más, un reflejo de lo nuestro, intrascendente y ordinario, porque no puede ser de otra forma. Porque no hay alternativa. Confesemos nuestras limitaciones, sigamos dando por hecho que todo es mejor, pero no critiquemos la aristocracia del pasado enarbolando ahora la bandera de la cultura. Seamos sinceros y reconozcamos que ésta solo es posible de otra forma, en un mundo superior que es sin embargo indeseable. Reafirmemos que todo es mejor ahora, salvo esa menudencia que, en el fondo, no interesa a nadie, aunque todo el mundo diga lo contrario. Ahora que mandamos… que la literatura observe la realidad sin seguir mirando hacia aquellos que, por no tener ya el poder, no pueden seguir siendo el centro de atención a efectos de ser literariamente criticados. Fijémonos mejor en aquellos que sí están presentes y que mandan, porque tienen el poder como colectivo. Veamos las nuevas hipocresías, no las de otros pues, que ya no existen, sino las nuestras, en este mundo donde todo es opinable, pero en el que finalmente hay que opinar de una determinada forma acorde al progresismo imperante. Y es que bien puede parafrasearse aquello de que cualquier tiempo pasado fue peor. Una vez que se ha popularizado la sociedad, sus formas, la cultura, la única posibilidad para que hubiera cultura de sentido propio sería aristocratizar la masa social. Lo cual, obviamente, de nuevo, es también una salida imposible por definición. Qué fatalidad esta, la de advertir que, solo si unos pocos mandan, incluso aunque fueren escogidos aleatoriamente, la cultura funciona y genera grandes formas, solo por el hecho de reunirse así las condiciones para poder manifestarse. Así, solo así, hay solución, bajo unas reglas inaceptables y un cúmulo de desventajas sociales, dejando a la gente marginada e indefensa; oh cultura ¿así eres tú, cuando eres tal? La solución no es simple, porque tampoco se trata de preocuparse por leer más, aunque sea un factor que ayuda; aquí hablamos más bien de esencias y de diseño social. En fin, tiempo arrogante que se cree en posesión de la verdad, ignorando la impronta del destino, arrogándonos lo que no tenemos por el hecho de haber conseguido un mundo mejor. Negamos la aristocracia, pese a que después tampoco siquiera lo popular es realmente tal, ante el influjo de grupos y oligarquías, pero eso sí en lo cultural funciona en toda su extensión el “nuevo” poder popular.
Santiago González-Varas Ibáñez.
[1] Me refiero a mis libros “El gran bostezo” (novela, con la editorial Entrelíneas, 2017) y el ensayo “La imposibilidad de la cultura” (con la editorial Manuscritos 2016). En «El gran bostezo» el personaje principal quiere inventar una máquina que supere al gran bostezo y nos lleve a un mundo superior perfecto; pero finalmente este invento que nos propone el protagonista acaba explotando y causando una gran desgracia.