Antonio Martínez – Quintanilla y Puche por parte de madre
Me pide el amigo José Miguel Ibáñez Lax, en adelante y hasta el fin de los tiempos Lupi, un artículo para la revista Diapasón que con tanto acierto coordina. Dicho sea de esta manera tan zalamera para que Lupi se rasque el bolsillo y me pague un almuerzo de los gordos en el bar Tenis en cuanto su economía se lo permita y aquí su señora y la última analítica no se lo impidan. Como siempre, empiezo a teclear sin tener muy claro lo que quiero decir aunque ya veremos de aquí al final si ha valido la pena que usted, por favor vamos a hablarnos de tú, haya perdido su precioso tiempo en leer estas líneas.
Decido que quiero hablar de músicos pero no de música. Tal como suena. Hablar de músicos pero no de música. No me negarán que esta afirmación es cojonuda para mantener el interés y animarte a que sigas leyendo. De músicos pero no de música. Hablarle a los músicos de música sería lo más fácil y evidente. Estamos en una revista de música y hablamos de músicos. Válgame la nona, para poca originalidad, ninguna. Decido que quiero hablar sobre los músicos y el asunto que para mí más debería ser el prioritario a la hora de hablar de ellos y que, yo por lo menos, nunca he escuchado ni leído, y digo yo porque no tengo ni idea de lo que haya leído en su vida el vecino de abajo, si es que el vecino de abajo ha leído alguna vez en su vida. Es decir, resumiendo, Abundio, que es gerundio, decido hablar de músicos y más concretamente de los músicos de las bandas que recorren nuestras calles cada vez que toca darle un garbeo a los santos, ponerle música a cualquier celebración de postín o animar al personal para levantar el ánimo de nuestras fiestas.
Bandas de música que llegan a nuestro pueblo desde otras poblaciones, algunas muy alejadas, o las bandas y charangas locales surgidas en el seno, que no en los senos, de la Asociación de Amigos de la Música de Yecla. Bandas que a un servidor siempre me han maravillado (¿cómo me las maravillaría yo? que diría la popular folclórica), más que por su habilidad interpretativa, por su resistencia física, por su enorme capacidad de aguante. Da igual que toquen como toquen. Yo no soy yo nada entendido, y al decir nada quiero decir absolutamente nada, en cuestiones armónicas o filarmónicas ni mucho menos polifónicas, disonantes o cacofónicas. No tengo ni pajolera idea sobre entonaciones, acordes o armonizaciones, de hecho no tengo muy claro el significado de dichas palabrejas.
Vayamos al grano, como dice un amigo mío muy tragón cada vez que empieza a meterle mano a una paella o un arroz caldoso. Los músicos de las bandas se levantan antes de que salga el sol para llegar puntuales a donde tengan que tocar ese día, y si llegan un poco antes de la hora prevista, mejor que mejor. Se toman un café a primera hora y se echan a la calle a desfilar tras las comparsas, cuadrillas, escuadras o peñas, según el fiestorro que toque. Si tienen suerte, sobre media mañana o así harán un alto para echarse al cuerpo un bocadillo o similar con una caña o vaso de vino, café y chupinazo, deprisa y corriendo antes de proseguir con el desfile, pasacalles, cabalgata o procesión.
Al medio día, tres cuartos y mitad de lo mismo: a toda pastilla, como si no hubiera un mañana, hay que comer, volver a echar un trago, otro café deprisilla, algunas pastas con bebidas espirituosas y a reanudar la marcha de nuevo. Así hasta que a última hora de la tarde o ya entrada la noche, cuando no la madrugada, vuelven a subir a sus coches o al autobús que de nuevo volverá a traerlos al día siguiente más frescos que una lechuga. Llegar a casa cada noche sabiendo que van a dormir las horas justas y alguna menos y al día siguiente vuelta a empezar. Como el día de la marmota pero con los músicos de las bandas, murgas y charangas de protagonistas, y los pies como Frodo Bolson y los suyos.
Hay que estar en muy perfectas condiciones físicas para aguantar tanto trote sin que te entren ganas de mandar el instrumento a hacer mistos de trueno. Hay que tener una excelente forma física para echarse al lomo horas y horas, y más horas, sin parar de andar de sol a sol al paso, al trote o al galope, calle ‘palante’, calle ‘patrás’, callejón ‘pabajo’ y callejón ‘parriba’, y ‘to’ tieso sobre asfalto, losas o empedrados, resistiendo parones y acelerones, bajo el sol, la lluvia, el frío que te congela hasta las flatulencias o el calor cuando están ardiendo las calles. Cuando los veo se me antoja que están compitiendo en una prueba de resistencia, una maratón, una carrera de obstáculos con sacos a la espalda o una marcha campo a través, sin rechistar, con cara de estar pasándolo a lo grande, porque realmente disfrutan como nadie, (me han dicho que son unos perversos sádicos masoquistas que les encanta auto infringirse dolor), sin desafinar, sin desentonar, sin tocar una nota fuera de lugar o más alta que otra, sin perder el paso, sin resoplar ni jadear más de la cuenta para que cada tema suene a gloria bendita, soportando el cansancio desde los pies a la cabeza, pasando por sus riñones, la fatiga, el agotamiento, inasequibles al desaliento después y a pesar de tantas horas y más horas dando la nota.
Da igual que lleven la trompa, el trombón, el bombo, las cajas o los platillos. O el clarinete, el saxofón, la tuba, la trompeta o el oboe. Haga la prueba. Convenza usted, (¿no habíamos quedado en que nos hablábamos de tú?), al músico con el que tenga más confianza para que le deje alguno de los instrumentos de una banda. Agárrelo con fuerza, empiece a soplar o a darle al bombo o al tambor, salga arreando como si le persiguiera el diablo, sin detenerse durante varias horas, y luego me lo cuenta si todavía sigue vivo. Tocar en una banda de música tendría que ser declarado un deporte de riesgo, una categoría olímpica, o como mínimo una de las más exigentes modalidades deportivas. Muchas veces, viendo el increíble y hercúleo aguante de los músicos de la Banda he pensado que en las instalaciones de las Escuelas de Música, como la que tenemos la suerte de tener en Yecla, solamente les falta un gimnasio. Un gimnasio para los músicos de las bandas. ¡Ole sus cojones! (Si no lo digo, exploto, y perdón por lo de ole).